lunes, 20 de septiembre de 2010

El fin de los días

por Richard Roselló

Periodista Independiente

 

20 de Julio del 2010

 

Felipe González Miguel tuvo una niñez de creatividad e ilusiones. Que a los 21 años obtuviera su primera patente en maquinarias. O que a los 20 abriles sea dueño de una imprenta. Eso se dice y no se cree.

 

González Miguel fue un joven excepcional para la época. A su vez un trabajador infatigable y de esos seres humanos que entregaron devoción a sus responsabilidades.

 

Cuando pequeño quedó sorprendido por el mundo de las rotativas. Su familia tenía empleo cuando éste, crecía en medio de linotipos, prensas, litográficas y cortadoras.

 

En cierta ocasión un amigo del giro regresaba de América y le habló sobre aquella Isla grande del Caribe que tantos milagros se hablaban en España. “– ¿La imprenta en Cuba? – ¡Eso si es un negocio floreciente!”, le dijo.

 

Dos días después, Miguel zarpaba rumbo al Nuevo Mundo. Llevaba juventud, algún dinero y la cabeza cargada de espejismos y esperanzas. En La Habana comenzó a laborar en una imprenta. Y pronto descubrió un mundo de posibilidades en esa añeja ciudad con su puerto que olía aun a bergantín español. Sin proponérselo estaba en medio del centro impresor más importante del país, rodeado de un centenar de talleres que trabajaban día y noche.

 

Tres años después, a los 20 años, Felipe González tuvo su propia imprenta en la empedrada Calle de Aguiar no. 553, donde era un respetado técnico industrial. Fue cuando hecho correr la sabiduría. Primero patentó con certificado de invención no. 14384 concedida por el Ministerio de Comercio de Cuba, en 1951, varias mejoras en maquinas para fabricar serpentinas a gran producción y en 1953 construyó sus propias máquinas de fabricación de rollos de papel para equipos de sumar.

 

Desde luego contaba con clientes fijos que le garantizaban estabilidad; y como la suerte estaba echada, se casó, nació su primogénito de igual nombre, justo al llegar la Revolución de 1959. Pero la naciente rebeldía de Fidel Castro no podría aflorar en sus mejores y peores momentos. En 1965, en plena madurez y éxito empresarial, lo despojan de su propiedad y queda en la calle. Regresaba a su casa con la vivencia desgarrándole las retinas.

 

Las fobias al capitalismo, impuesta por la nueva dictadura, sembraron terror en los propietarios de negocios. González sin recurso y abrumado por la indiferencia, volvió después de una infructuosa búsqueda a su taller expropiado. Reinaba la falta de profesionalidad e ignorancia. Y un totalitarismo que rayaba en lo absurdo. Entonces le obligan a la sumisión total: presentar una carta si quería el empleo. Sin antes señalar: quien era, que hizo, cual su especialidad, edad y si tenía buena disposición laboral.

 

Pero, González no concebía como un trabajador, con sus aportes a la sociedad, recibiera tantas negativas a sus solicitudes. El potencial de su sabiduría no era aprovechado, sino marginado. Cinco años después, joven aun, Miguel moría de pobreza y tristeza como ayudante de una papelera. Atrás, dejaba un hijo y una esposa enferma.

 

En 1990 se decreta el fin de sus días para las imprentas en la populosa Habana. Dos siglos de tradición, constancia y calidad, se desvanecieron en corto y perezoso tiempo convirtiendo muchas de sus maquinarias en chatarras para la exportación.

 

Mientras, los tradicionales talleres pasaron a ser una propiedad de nadie. Hasta la fecha.


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